[...] En una sociedad en la que las personas no se consideran seres humanos individuales no hay sitio para la piedad o la humanidad, sino que son solo piezas impersonales de un mecanismo rígidamente organizado. Únicamente cuando uno siente que los demás tienen un "yo" como nuestro propio "yo", solo cuando se considera a los demás como individuos, se puede sentir lo que sentía Montaigne por la crueldad. Únicamente la aguda conciencia de mi propia individualidad hace que me dé cuenta de que yo soy yo, y de lo que significan el dolor, la persecución y la muerte para ese "yo". Para mí "la muerte es el enemigo", el enemigo último, pues es ella la que destruirá, borrará y aniquilará mi individualidad, mi "yo". Lo que resulta tan difícil de entender es que todos los demás serés humanos, e incluso el pollo, el cerdo y la liebre salpicada de rocío tienen un "yo" exactamente similar, con los mismos sentimientos de placer y dolor personal, la misma temerosa conciencia de la muerte, esa destructora de ese "yo" único. [...]
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[...] Mi perra tuvo cinco perritos y alguien decidió que solo podía quedarme con dos, por lo que debería deshacerme de tres. En esas circunstancias la costumbre ancestral era ahogar a los cachorros de un día en un cubo lleno de agua. Me dispuse a hacerlo. Si uno los mira sin más, los cachorros de un día son objetos o cosas pequeñas, ciegas y sin diferencias. Metí uno de ellos en el cubo del agua y al instante ocurrió algo terrible y extraordinario. Aquel ser ciego y amorfo empezó a luchar desesperadamente por su vida, se debatió y golpeó el agua con las patas. De pronto comprendí que era un individuo, que igual que yo mismo era un"yo", que estaba luchando con la muerte y sufriendo en aquel cubo de agua lo mismo que sufriría yo si tuviese que combatir a la muerte y me estuviese ahogando en un mar turbulento. Sentí, igual que lo siento ahora, que era horrible e incivilizado ahogar aquel "yo" en un cubo de agua. [...]
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Leonard Woolf, La muerte de Virginia, Lumen.
(Págs 21 y 23)
(Págs 21 y 23)