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nombre nombre menbro nembro onmbre erbonm
césar juan elena hache cabeza ciego mano aliento.
césar juan elena hache cabeza ciego mano aliento.
Éranse una vez.
Tres hermanos. Tres sombras. Con dos nombres de lo más
corriente. El señor Jaqueca y el señor Vajilla. Don Juan
y don César. Eran grandes amigos esos tres. Eran tres sombras en
el pueblo. Nadie los vigilaba, jugaban hasta altas horas de la
madrugada. No se oían los cubiertos tintinear contra la
loza. Tampoco en sus manos. Jugaban siempre. Siempre estaban jugando.
Esos tres pillos, los recuerdo bien. Alargados, oscuros, tez cetrina y
ojos negros como dos pozos verticales. Te chupaban la sangre con
su grito silencioso. Te succionaban el nombre pegados a tus
talones, silenciosos. Para cuando querías darte cuenta, ya
habían corrido a esconderse entre la noche. Largas eran sus
estancias en el pueblo. No lo recuerdo sin ellos. Sin esos tres. Juan y
César. Los niños que comían ratas porque no
tenían cerámica. Los niños alargados.
Jóvenes sin rostro más adelante. No recuerdo el pueblo
sin ellos. No recuerdo sus rostros. Creo que nunca los vi.
Tenían Juan y César la mitad de la piel quemada. De la
cara a los tobillos. Simétricamente, del mismo modo en que la
monstruosidad atrae la atención popular, todos los miraban para
comprobar la perfección en que se delimitaba la piel parcheada
de aquella en buen estado. No recuerdo a nadie tocando a don Juan y a
don César. Un buen día uno de los tres
desapareció. Nadie sabía su nombre y, conforme
pasó el tiempo, también se olvidaron del de los dos que
aún quedaban, trasteando por el bosque, camuflados entre los
largos árboles. Empezaron a llamarlos por el nombre de las cosas
cotidianas hasta que las cosas cotidianas comenzaron a parecerse a
ellos. Entonces la gente tomó miedo y olvidó
también las cosas cotidianas. Al tiempo que éstas dejaron
de usarse, comenzaron a echarse de menos por el pueblo algunas caras.
Al principio creíamos que se habían ido al bosque, porque
veíamos sombras moverse para aquí y para allá,
como inquietas, hasta que aprendimos que eso que se movía
ahí fuera no lo hacía para volverse. Llegó un
día en que fuimos tres en el pueblo. Tres sombras alargadas por
los años, con el cuerpo oscuro y transparente como un
sueño. Don Juan y don Pablo. No sé si ocurrió ese
mismo día, porque junto con las personas también
habíamos olvidado los días. Descubrí que
habían olvidado bajo su amistad mi nombre. No me hizo falta
nadie para que sucediera. Pronto vi cómo iban despareciendo los
otros, haciéndose más nítidos, como aquellas cosas
cotidianas. Vi cómo desaparecían sus nombres conforme sus
caras se diluían en la nitidez. Y mi cara, de pronto, ya no la
conocía. Ese extraño en mi lugar repetía un nombre
que jamás fui capaz a entender. De manera que, ante mi
manifiesta incomprensión, un día me contó una
historia. Decía así: Éranse una vez tres hermanos.
El señor Jaqueca y el señor Vajilla. Eran tres sombras en
el pueblo. No se oían los cubiertos tintinear contra la
loza. Tampoco en sus manos.
Publicado en Revista Kokoro, nº2 [http://revistakokoro.com/treshermanos.html]
Андрей Тарковский, 1979
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