Lola Nieto
Jean Améry y mi madre ¦La caja del lenguaje destrozado
Ella
tenía treinta y cuatro años, apenas cumplidos diecisiete días
antes. Aquella mañana no esperó. Se levantó y preparó el
desayuno. La niña oyó ruido y se despertó. La miraba comer. En la
cocina no entraba la claridad del día pero era primavera y el calor
se sentía crecer poco a poco por debajo de la tela de toalla y
dibujitos del pijama. Tirantes, le dijo a su madre, que la miraba
comer. Ella era joven, estaba en la cocina de su casa, frente a su
hija. No comía; la miraba comer, a su hija pequeña, morena como
ella y tan distinta. No sentía. Los dientes, pequeños, tan blancos,
cuidados, cepillados por la mañana y por la noche, cada seis meses
la visita al dentista, los dientes de su hija hacían crujir el pan
sistemáticamente, dientes pequeños y mecánicos, mermelada que si
resbalaba por la comisura la niña retiraba enseguida con la
servilleta. Había aprendido. Ella no sentía. Le quitó el plato
aunque todavía masticaba. Algunas miguitas cayeron por debajo del
mantel.
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“El enigma no existe”, dice el Wittgenstein del Tractatus, y con ello sólo quiso decir que el misterio era cosa de la mística, de los “rayos de luna diurnos”. No estoy de acuerdo. La mística no aporta más que mistificación y mistagogía. El enigma, que no sólo existe, sino que penetra todos los actos de nuestro ser, sigue siendo asunto del discurso, aunque es cierto que de un discurso desvalido, atacable y que cualquier bobo puede ridiculizar fácilmente, pero que todo ser humano colocado ante el abismo tiene que probar y ante el cual ha de responder. En un discurso circular, repetitivo, esforzándose siempre por la precisión, pero sin alcanzarla nunca, hay que pensar sobre el misterio. Se puede hablar de forma poco clara sobre aquello que no ilumina la luz del lenguaje claro (du langage clair). Y el enigma existe.
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Existe. Fue mi enigma y mi misterio, puro dolor para mí. Daño, me hizo daño, tanto daño que la odié salvajemente, bruta y salvaje odié a mi madre, tantos años mi madre un enigma, un misterio, el ser más extraño: odio, puro odio para mí. Repetí su nombre, la palabra que ella me había enseñado para llamarla, la repetía, y repetí su rostro, sus ojos, sus labios, sus manos y su voz, la repetía, pero en esos años en que yo fui pequeña mi madre era un secreto, un misterio. Salvaje y bruta sufrí. La repetía. Mi madre pozo. Mi madre cueva de los ogros. Mi madre saco oscuro. Oscuro pozo del odio y del dolor mi madre. Sufría. Mi madre gruta de los cuarenta ladrones. Mi madre miedo, mi madre para no entender, habitación negra para no entender, para palpar y no entender, no entender hasta arrancarme los dedos con los dientes, como si masticara pan, masticar mis dedos y negarme a tocar, no tocarte, comerme mis dedos porque tocarte no podía. Mi madre, el pocito de los enigmas. Eso así dolió.
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Era su cumpleaños y aquel día su madre, que tenía treinta y cuatro años, se fue. Se levantó temprano, preparó el desayuno, la vio comer. Como cada mañana. Su padre la cogió de la mano y salieron. Su madre no. Visitaron a sus abuelos. Le regalaron una cajita con caramelos y una jirafa de peluche. Su abuela preparó un pastel. Pensó vendrá cuando sople las velas. Pero no vino. Volvieron a casa sin pasar por el parque. Ella estaba en la cama. La niña le enseñó los regalos pero estaba dormida y no la oyó. Insistió. Empezó a llorar. El padre la llamó, la zarandeó cogiéndola por los hombros. Llamó por teléfono. Cogió a su mujer como cogía a su hija para llevarla del sofá a la cama cuando se quedaba dormida. Le pidió que abriera la puerta, le dijo enseguida llega la abuela. Y entonces se quedó sola.
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El enigma existe. Mi madre, tan cerca de mí, en la cama, dormida, muriendo. Tan cerca su cuerpo conocido convirtiéndose ahora en otra cosa. Sentí miedo. Mi madre casi muerta dejaba de ser mi madre. La madre no abandona y no se va. Mi madre dejaba de ser mi madre para convertirse en una extraña, otra cosa que ya no era mi madre. Mi madre casi muerta recuperaba su cuerpo, su libertad quizá, pero ya no era mi madre. Era ella. Su cuerpo. Su fuerza inmensa y desbordada. Un exceso. Todo su cuerpo era un exceso. Ella. Como yo nunca la había visto. Mi madre casi muerta empezaba sin embargo a vivir, ella, en sí misma, ensimismada, su vida, aquella mujer viviendo era mi madre a punto de morir.
El enigma existe. Mi madre, tan cerca de mí, en la cama, dormida, muriendo. Tan cerca su cuerpo conocido convirtiéndose ahora en otra cosa. Sentí miedo. Mi madre casi muerta dejaba de ser mi madre. La madre no abandona y no se va. Mi madre dejaba de ser mi madre para convertirse en una extraña, otra cosa que ya no era mi madre. Mi madre casi muerta recuperaba su cuerpo, su libertad quizá, pero ya no era mi madre. Era ella. Su cuerpo. Su fuerza inmensa y desbordada. Un exceso. Todo su cuerpo era un exceso. Ella. Como yo nunca la había visto. Mi madre casi muerta empezaba sin embargo a vivir, ella, en sí misma, ensimismada, su vida, aquella mujer viviendo era mi madre a punto de morir.
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El ser tiene una sintaxis lógica difícil de entender, ya que lleva en sí su contradicción, el no-ser. Y cuando alguien provoca con violencia este no-ser, es decir, la imposibilidad sintáctica, se convierte en ser humano del sin-sentido. Del sin-sentido, no de la locura. Quien da el salto no necesariamente se ha hundido en la locura, ni siquiera está en todos los casos “trastornado” o “perturbado”. La inclinación a la muerte voluntaria no es una enfermedad de la que uno haya de ser curado como de las paperas.
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Cuando un niño aprende a hablar aprende la sintaxis simple de la lengua, como si las palabras tuvieran un sentido solo, se le miente. Para que aprenda a hablar, se le miente, no se le cuenta la mentira del lenguaje, se le cuenta el cuento a medias porque se le muestra sólo una parte de la lengua. Nadie puede aprender una lengua por sus paradojas, entender antes la ironía que el sentido literal. Primero se asimilan las normas y luego se busca el recoveco por donde alterarlas y escapar. El placer de la rotura, el gozo de trazar, henchir y perderse en una grieta es, podríamos decirlo así, un gesto necesariamente ulterior, desaprender es después de aprender, es una sub-versión, otra versión, la otra cara de las palabras, otra lógica y alógica. Por eso, en la media sintaxis del niño sólo cabe un sentido, el sentido de las cosas, su plenitud. Mi madre alteró el orden de mi aprendizaje. Antes de asimilar el sentido de la sintaxis, me enseñó su sin-sentido. Dijo soy tu madre (sentido) y te abandono (sin-sentido). Por eso, fue un enigma, mi caída bruta al lenguaje destrozado y mi manera de destrozarme. Mi madre me enseñó a no-hablar como lengua materna.
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Volvió a nombrarla. Ella. Ahora, ella. Cuando ella regresó a casa, después de varios días, se acostó en la cama y apenas se movía. No hablaba tampoco, apenas. El cuarto siempre en penumbra, ella era una mancha más oscura entre las manchas de la penumbra. A menudo la puerta cerrada, (ella) era un espacio cerrado. Dejaron de hablar de su madre. Hablaban, poco (de ella).
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La odié. No la entendía. La odié con odio, con puro odio la odié, hincada de dientes en la puerta de su habitación el odio era una baba lenta de burbujas que vomitaba a golpecitos, sin querer, queriendo colarme por la rendija entre la madera y el suelo. La odié. Si me acercaba a la puerta cerrada no oía nada. La odié porque estaba desapareciendo delante de mí. Mi madre a la estampida, ella, la muda, la mancha, medusa huérfana comiéndose su propio veneno. Mi madre pequeña crisálida. Mi madre tortuguita escondida dentro de sí. Mi madre caparazón y mi frente de chichones. Mi madre sola. La maldita. La traición. La que no me quería. La odié como revancha.
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En algún momento, más pronto o más tarde, todo el mundo se enfrenta a lo que la gente llama suicidio.
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Era el cumpleaños de su hija. Se levantó, preparó el desayuno, la vio comer. Como todas las mañanas. Quizá para que no sospecharan. Quizá para no sospechar tampoco ella. Ella, la hija, años después, pensó eso, cuando se levantó y preparó el desayuno para que no sospecharan. Ese día, que no era el día de ningún cumpleaños, recostada en la cama y con algunos preparativos, sintió, conforme se aproximaba, que una savia lenta interior la recorría, un río que no era sangre, un líquido espeso y tibio, algo, lento, una expansión lenta la recorría. Sintió que su cuerpo se colmaba de un jarabe que apenas quemaba, un caldo, su cuerpo era una balsa caliente, un placer, un dolor, la savia de una planta desconocida. La reconciliación, quizá eso era. Por su madre, que ya no era su madre. Por su madre que era el dolor de las dos, ellas, un mismo dolor-cordón umbilical que se trenzaba muy poco a poco al corazón del mundo. La savia, o lo que aquello fuera, llegó al límite de su garganta y se escapó como un murmullo al principio, luego fue un lamento, un gemido, un berrido ronco y descomunal que desde su interior otra fuerza exhalaba. El horror y la compasión, quizá eso era.
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Mi pozo, misterio, sintaxis sin-sentido, el lenguaje desmembrado como una figurita de porcelana lanzada contra el suelo; así mi madre cuando dejando de ser mi madre me señalaba el interior de la caja del lenguaje. Ven.
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Al interior de la caja del lenguaje, ahora, regreso. Sin saber, sin saber si hay interior, caja, sin saber, regreso.
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Buscar, escoger la sintaxis sin-sentido y arrojarla a la cara de los vivos. Vivir, seguir viva, viviendo, exige crear pactos, mentiras necesarias. No hay sentido para vivir. O no lo conocemos. Lo creamos. Vivimos por biología, y por la especie. Vivimos para morir. Vivimos para perpetuar nuestra especie y morirnos. Ocultamos, desviamos el sin-sentido de muchos modos: religión, pensamiento, arte, ciencia… Eso se llama prótesis. Sintaxis a medias. Mentiras necesarias para vivir. Y es que vivimos por la especie. La especie espera de nosotros función: servir. Se sirve a la especie viviendo: produciendo y reproduciendo: trabajo y descendencia: mantener a la especie y continuarla. Un suicida se niega. Un suicida es una negación de la especie. Un suicidio es un gesto libre, quizá. Arrojar a la cara de los vivos la sintaxis sin-sentido. Por eso, un suicida, si se coge a tiempo, es internado y considerado un enfermo. Estar enfermo es un tabú. Es un tabú porque el enfermo no sirve, no funciona, ni produce ni reproduce. Por eso, los partidos de derechas (y lamentablemente cada vez más los que se dicen de izquierdas) no destinan recursos económicos, o no todos los necesarios, a hospitales, psiquiátricos, curas paliativas, centros para ancianos, albergues para mendigos, en definitiva, para los otros, los extraños, los enfermos, los que no sirven ni funcionan, las piezas del desguace. Por eso, también, la maternidad es celebrada y sancionada si se rechaza. El aborto es un tabú porque niega la continuidad de la especie, porque arroja a la cara de los vivos el sin-sentido de la vida, porque es un acto de libertad por encima de la especie. No contribuir más a esto. La pobreza es un tabú porque el mendigo es un forajido, un extraño, un sin-sentido. Un mendigo vive en el mundo pero está fuera del mundo, no contribuye al mundo, lo ensucia, es un excremento vivo. Por eso, no se le mira, no se le toca, se le intenta borrar, hacemos ver que no lo vemos cuando transitamos por la calle. Los mendigos nos arrojan a la cara su vida-excremento. La pobreza no preocupa por ética sino por estética, como las mierdas de los perros. Limpiar la calle. Y todo vuelve a estar en orden. Ojos que no ven y nuestros corazones podridos. Así somos como especie.
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Negar la especie. Negar la vida impuesta. Hablar otra sintaxis, una sintaxis enferma. Enfermo viene del latín infirmus: no firme. El enfermo es el no-firme, el que no firma, el que no afirma, el que no mira al firmamento. No mirar arriba sino abajo. No la boca sino los pies. No los ojos sino el ano. El enfermo tambalea la vida, nuestro orden, vomita, excrementa, tiene heridas. Pone en duda. Su cuerpo nos pone en duda, su cuerpo es una grieta en el muro firme de la especie. No se le compadece, no; se le odia. Porque habla otra lengua, porque su cuerpo desaprende el sentido y nos arroja a la cara una sintaxis sin-sentido. Que es mentira, que vivir sólo es para la especie. Que nos morimos. El enfermo anuncia la muerte, el enfermo dice con su cuerpo-grieta después de esta dulce y bendita caricia nos morimos. Y nuestra vida nunca ha sido importante.
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Negar la vida. Vivir y negar la vida. Vivir y hablar la doble sintaxis. Vivir sentido y sin-sentidamente. Inventar mentiras para no creerlas. Negar la importancia de mi vida. Negarme mi vida para vivir. Vivir en el equilibrio de querer y no querer. En el equilibrio de no querer y olvidarme de no querer. Vivir: no hablar de los enfermos, amar a los enfermos, abrazarlos, amarlos, comerme a pedacitos el dolor de sus heridas, escupirlo para resarcir. Perder mi casa y ensuciarme, perder mis dientes, vivir. Renunciar. Escribir esto no es importante. Dejar atrás mi vida, dejarme atrás y vivir. Negando la especie, mi posibilidad de continuar la especie. Es difícil. Mi madre abandonándome me descuajaba de la vida que me había dado y me resarcía a otra, quizá. Es difícil. Renunciar es difícil. La renuncia íntegra. Prueba. Abraza a un enfermo. ¿Puedes?
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El séptimo continente. El título de la primera película de Michel Haneke, quizá su film más atrevido y valiente. En 1989 sorprendió a público y crítica al mostrar la historia del suicidio de una familia. Padre, madre e hija, una familia burguesa destroza sistemáticamente su casa (cuadros, discos, muebles, álbumes de fotos, dinero, tiran todo su dinero ahorrado por el retrete) y se suicidan, a la vez, los tres, ingiriendo somníferos. La película busca el rechazo, la incomprensión, la furia del espectador. ¿Por qué se suicidan si tienen una vida perfecta? ¿Cómo los padres son capaces de dar a su propia hija la dosis de somníferos necesaria para que muera? Haneke nos arroja una sintaxis sin-sentido a la cara. Eso duele. A quien cada día se convence de que sus actos, sus gestos, toda su vida entera tiene un sentido firme, a quien dedica tiempo en construir y cuidar ese sentido, eso duele. La renuncia es difícil.
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Lo que no obstante ignora la comunidad de vivientes, y no ha de saberlo mientras considere necesaria la continuación de su existencia, es esto: que la muerte voluntaria es difícil para el suicidante, como lo es toda muerte, pero que también es natural en gran medida, la única medida aplicable.
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El único gesto libre. La renuncia. A la especie, a la continuidad de la especie, al servicio de la especie. Mi madre cuando dejaba de ser mi madre me destrozaba, me descuajaba de la vida que me había dado y me resarcía a otra. La herencia de mi madre, mi aprendizaje abrupto de otra sintaxis. Ser madre es mentir, me dijo cuando se estaba muriendo delante de mí. Yo te parí y te abandono. Aprende a vivir con la cara puesta frente al sin-sentido, duérmete en la caja del lenguaje destrozado, aquí, junto a mí.
¦(Los fragmentos en cursiva pertenecen al libro Levantar la mano sobre uno mismo, de Jean Améry.)
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Lola Nieto (Barcelona, 1985). Es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona y cursó un año de estudios en París. Actualmente, realiza una tesis doctoral y trabaja como profesora de lengua y literatura. Forma parte del consejo de redacción de la revista Kokoro, donde colabora habitualmente. Ha escrito artículos de crítica literaria que han aparecido en revistas como Sesión no numerada, Calidoscopio, Ómnibus, Las Nubes o Contrastes. Alambres (Kriller 71 ediciones, 2014) es su primer libro.