Egon Schiele, Young mother, 1914
La joven madre de Egon Schiele podría ser también mi madre. Estoy
segura de que, detrás de esa máscara, debe estar. Detrás del cuerpo
torcido, el torso volcado para el hijo, debe estar. El casi cuello,
demolido tras la camisa ocre, los colores como mosaicos, la vieja manta y
el ángulo de los ojos inclinados. Debe estar. La curva del vientre que
recién ha parido, la de las nalgas voluptuosas. Las manos desaparecen,
se las entrega al hijo como alimento.Las cejas y la nariz que hacen uno
en el trazo del lápiz. Debe estar. Como un animal ofrece su costado,
ofrece también las piernas que se pierden bajo su cuerpo, la simbología
de los números, y por qué no, también de los colores: el rojo.
El óleo y el aceite hacen uno con la palabra, los materiales
proclaman una nueva textura. Aún no se insinúa en el papel el trazo
mínimo de la acuarela, pero el reflejo es esquisito y similar al efecto
de la piel.
Sin embargo, el rostro como máscara se inclina, se adormece, se muestra de lado y ninguna expresión lo delata. Sólo alimenta.
Debe ser, la postura contorsionada, la desaparición de las manos,
síntoma de la mágica geometría que caracterizará los cuerpos trémulos de
Schiele. El cuerpo atravesado por la línea también se deja atravesar
por el color.
Esa pequeña mano con tres dedos se sostiene mientras el cuerpo de la
madre inicia la danza que anuncian las sombras en su columna desnuda.
La carnalidad del alimento y la presencia.