Cinco toneladas de grano de maíz quemado y dieciséis gallinas de la raza Leghorn.
Forzar el hecho. Con sopletes. No prende la habitación cerrada, la cáscara vertical de la semilla. Al hombre que quema el germen le crece una barba espesa y negra, en surcos interiores, roturados con minúsculas partículas de hierro. En las mejillas. En los ojos.
En los pulmones que respiran al revés, expirando oxígeno.
Le ayudo. Sin querer extiendo la fuerza oculta de mis manos para empuñar el fuego que asola las cosechas, el grano intacto. Sin querer entierro el pan crudo y dividido, lo riego con alcohol, con gasolina y leche. Sin querer manipulo, una a una, las cremalleras de las piedras que repiten, amarillas, la misma sílaba.
Quemamos contando hacia atrás: ocho milenios, cinco toneladas, uno y otra vez uno. Encerrado, dividido. En el creciente fértil.
Hacia atrás: habíamos prestado nuestra fuerza a lo salvaje. Habíamos plantado las semillas híbridas, que excedieron en peso y en medida el transporte natural (el vagón del viento).
Hacia atrás: horadamos las páginas de tierra, leímos con las manos, con los ojos cerrados, las letras en relieve de la fertilidad, arrastramos maderas para cubrir los huecos. Los puentes respiraban sobre el agua, las piernas se llenaban de maleza.
Hacia atrás: huellas de grano en el barro cocido, en el horno apagado del origen.
Restos carbonizados de trigo almidonero. Señales para mudos y sordos, que cosechan con los brazos en aspa. Respirando.
Eran puentes de calcio. Doscientos seis huesos, fusionados en el crecimiento. Eran puentes de agua, que absorbían la materia que surcaban.
Sobre nosotros cruzaron ovejas y cabras, que se mojaron con nuestro hidrógeno y nitrógeno, con nuestro oxígeno y minerales. Algunas se despeñaban. Las cubrimos con pinturas, con pigmentos de carbón vegetal, resina y grasas. Apacentamos su forma en las paredes de roca.
Detenidas, domesticadas. Masticamos el pan de la separación en el interior de las cuevas.
Por eso quiere verlas arder. Para alterar los ciclos, y echar hacia atrás la cuerda, la rotación de los cultivos. Para borrar el humo de los corrales, el hedor de los pozos, las reservas en salazón de la epidemia. Para detener un millón de dedos fracturados, marcando el paso.
Dice: “el hombre recolector venera el fuego. El hombre que es animal entre animales”. En las llamas se agita la forma exacta, la que cabe entre las manos. Se adivina el peso, el tacto en espiral de los cuchillos y raspadores, y un hacha de piedra pulida, de color verdoso.
“Caminaban bajo sombreros de sol y los ojos desovaban su simiente”. Sujeto su temblor y me disperso con el viento de algo que se abre. Tejemos puentes de lana para quemarlos.
Se abren las paredes, se vierten las gallinas sobre el grano quemado. Taza por taza, su blancura en lo inacabado. Dieciséis letras móviles sobre la página oscurecida.
Pican lo yermo. Repiten el movimiento programado, que queda en suspenso. Son fuertes, ponedoras, necesitan cien gramos de comida al día, catorce horas de luz, agua limpia en los bebederos. Encima del pasto desecado, el mismo gesto, el pico que se adentra sin abrirse, rozando el hambre.
Sus pollos son precoces, al romper la cáscara no están desnudos, sino cubiertos de plumón. Pueden echar a correr de inmediato.
Terminado el experimento, se almacena en grandes bolsas, se olvida. El carbón de semilla es ahora un nido múltiple, caliente y nutritivo.
Los insectos del grano son pequeños, su reproducción asombrosa. Del pan quemado y fragmentado surgen millones de individuos, algunos de tonos opacos, otros de colores vivos y de gran belleza. Concentran en las antenas el tacto y el olfato. Sus ojos ocelados contemplan nuestra división.
Van cubriendo su estudio, las paredes, el techo, los pinceles secos. Van tomando, en su cabeza, las extensas praderas del origen, escenas de caza y pesca, con los pies desnudos, con la doble mandíbula incesante. No hay dientes ni cuchillos capaces de cortar el hilo. Toda semilla fructifica.